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Fondo blanco
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Editorial
Por Carlos Villacorta

2023. Empieza un nuevo año y lo vivido durante los años de la pandemia aparecen como lejanos, pero aun así despiertan pesadillas en la población mundial que todavía se enfrenta a sus consecuencias psicológicas, sociales, económicas y políticas. Como se veía venir, el auge de la ultraderecha en el mundo ya es una realidad. Mientras el mundo vive una recesión global que afecta en mayor o medida a los países de habla hispana, los gobiernos, pero también sus ciudadanos, se pliegan a un modelo ultraconservador de sociedad.

En noviembre del 2022, la población del mundo alcanzó los 8 billones de personas, de las cuales el 56% ya vive en un centro urbano, es decir, alrededor de 4,4 billones de personas son citadinas. Se estima que para el 2050, 7 de cada 10 personas vivirá en una ciudad. ¿Cuál es el futuro, entonces, de la población mundial, del planeta y sus recursos, en un mundo cada vez más urbano? Todo esto sucede mientras el calentamiento global y la crisis ecológica se agudiza. ¿Cuáles son los caminos para un mejor futuro para el planeta?

Estas y otras preguntas nos han ayudado a continuar con el proyecto de Polis Poesía. Nuestro tercer número, luego de un año y medio duro de trabajo, llega por fin en este 2023. Este número trae tres crónicas sobre Ibiza, Tokio y Ulsan en Corea del Sur, lugares poco escritos pero transitados por muchos latinoamericanos como es el caso Reinhard Huamán Mori, Rosmeliz Alva y W. Julián Aldana. Así mismo, presentamos un pequeño dossier sobre el trabajo fotográfico del colombiano Leonel Castañeda y su “Machina Anémica 2020-2021”, un proyecto sobre la pandemia y el estallido social, y que incluye una introducción de la investigadora Isabel Cristina Díaz. 

Incluimos tres cuentos breves de la colombiana-norteamericana Gillian Esquivia-Cohen, del colombiano Sandro Munevar y el argentino Juan Vitulli. También traemos la poesía de la norteamericana Donna Stonecipheren y sus poemas “Ruinas de la Nostalgia”, en traducción de Christian Gómez O, un trabajo importante en la difusión de la poesía anglo esta vez en castellano. Finalmente incluimos poemas inéditos de Zayrho de San Vicente sobre migración-éxodo- exilio. Y en el dossier de poesía del número 3 presentamos el trabajo de la mexicana Nadia Escalante Andrade con poemas urbanos de su libro Sopa de tortuga falsa (Montea, 2019 y edición de autora, 2022), seguido de una breve entrevista donde nos dice que “la poesía ha sido un refugio que la aparta de la ciudad”.  

Piérdase un poco en las calles de Polis Poesía, porque como dice la crítica Rebecca Solnit, siguiendo a Walter Benjamín, “estarse perdido es estarse completamente presente, y estarse presente es ser capaz de existir en la incertidumbre y el misterio”. 

Bienvenidos
 

Superficie abstracta

Crónicas Urbanas

"Así el mundo se ha convertido en un inmenso territorio estético, un enorme lienzo sobre el que se dibuja caminando. Una superficie que no es una página en blanco, sino un intrincado diseño de sedimentación histórica y geográfica sobre el que simplemente se añade una capa más. Recorriendo las figuras superpuestas sobre el mapa-territorio, el cuerpo del caminante registra los acontecimientos del viaje, las sensaciones, los obstáculos, los peligros, las variaciones del terreno. La estructura física del territorio se refleja en el cuerpo en movimiento."


Francesco Careri, Walkscapes: caminar como práctica estética.

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Fotografía: Rosmeliz Alva ©

Ibiza, una periferia de postal
Por: Reinhard H
uaman Mori

De facto, toda isla es una periferia. Sin importar su tamaño o ubicación, siempre estará abandonada a su suerte, cercada por el mar, sin cobijo alguno, en la soledad más absoluta. En total libertad…

 

En tal sentido, no solo quien ha nacido en una isla, sino sobre todo aquel que ha decidido asentarse en una de ellas entiende y adopta el aislamiento como una manera de vivir y de situarse en el mundo. Sea innata o adoptiva, esta “renuncia a un centro o a un núcleo” es la seña de identidad de cualquier isleño, la cual suele pasar inadvertida a primera impresión; empero, es una marca definitoria, como en ocasiones puede ser un nombre inusual o un particular rasgo físico. Por alguna extraña manera, hay quien ve una isla con los mismos ojos con los que ciertos insectos perciben la luz eléctrica. Para ambos, la tracción y la atracción hacia ellas son inevitables. Quien fija su residencia en un pequeño y desprendido trozo de tierra se asemeja a la polilla que asienta sus patas sobre una bombilla ardiente: solo una fina capa de cristal le impide acabar devorada por la potente descarga que la deslumbra. Como el amor, el apego a una isla es siempre irracional.
 

Eivissa, mejor conocida en español como Ibiza, es tal vez una de las islas que más epítetos reúne al mencionar su nombre. Es una de las periferias muy bien ponderadas por su celeste y paradisíaca geografía. Su fama es tal que llega a albergar a cientos de miles de turistas durante los meses más tórridos del año. De ahí que existan dos eivissas: una más cosmopolita, donde se festeja el lujo, el exceso, el desenfado, la fiesta, la lujuria y el libertinaje. Las playas y las discotecas son sus espacios representativos. En tanto que su otra cara muestra lo contrario, se nos hace más íntima, pueblerina, rural, flemática, costumbrista, silvestre y recatada. Su encanto proviene de la naturaleza y el silencio. Esta es la Ibiza que atrajo a Walter Benjamin, Tristan Tzara, Paul Gaugin, Emil Cioran, Albert Camus, Jacques Prévert, María Teresa León, Rafael Alberti, Janine Pommy Vega, Rodolfo Hinostroza, Cees Noteboom, Nico, Erwin Bechtold...

 

Resulta curioso apreciar cómo conviven el vértigo y el sosiego a lo largo de este idílico rectángulo de apenas 572 km2. Esta dualidad, herencia traída por los fenicios hace miles de años junto con su arte y su mitología, está muy bien representada en la actualidad: el caos en los meses de estío y el orden en invierno. Quien reside todo el año en Eivissa sabe muy bien que el verano y el invierno son como el día y la noche, tan disímiles pero necesarios. Antípodas y amigos. Sobre ambas extremidades reposan el equilibrio y la armonía de esta bellísima isla y, en mi opinión, es precisamente allí donde esconde su belleza.

 

En lo personal, prefiero la Eivissa invernal, desierta, sin aglomeraciones de autos por las carreteras y sin hordas ni enjambres de personas, cuya huella es superficial e irrelevante. Es justo aquí, en el campo y no en la ciudad, en la periferia de la periferia, en donde las utopías y las epifanías se muestran para quien en verdad las busca. En los extramuros del bullicio y del gentío, la isla se despereza y se estira como un animal que despierta. Entonces, recién podemos advertir sus colores ocultos, aquella tierra roja que cuando llueve se vuelve ocre y arcillosa, y nos deleita con su aroma a sal y algarrobo. Nos volvemos minúsculos en la sencillez de su paisaje: mar y arena en sus bordes; bosques en su interior. No hay nada en este mundo mejor que la playa entera para uno solo. Nada en absoluto.

 

Ahora bien, la historia de Eivissa no tiene mucho que ver con la presente. Su pobre economía y su mermada demografía a través de los pasados siglos tuvieron en contra su estratégica ubicación, convirtiéndose en el blanco perfecto de piratas, corsarios y saqueadores, quienes desde allí perpetraban y planificaban el asedio y pillaje a las otras islas del Mediterráneo. Hoy nos parecería inverosímil, pero Ibiza no siempre fue la postal turística que todos conocemos, sino un pozo de violencia y miseria que duró hasta hace no mucho. La llegada de los primeros hippies a finales de 1960 e inicios de 1970 y la muerte del dictador Francisco Franco, permitieron el cambio y su renacimiento. Desde entonces ha ido dejando atrás aquella imagen de enclave estratégico para convertirse en el costoso paraíso que es ahora, plagado de hoteles, restaurantes y discotecas.

 

Las consecuencias de este modelo socioeconómico no solo se advierten en la destrucción de espacios naturales o en la depredación de la flora y fauna de la isla, sino en la manera en que la inmensa mayoría de sus habitantes encaran, planifican y organizan su vida. El verano es tiempo de trabajo, de esfuerzo, de sacrificios; mientras que el invierno es el momento de escapar del ajetreo turístico y del agobio laboral. Es la temporada de la vida en familia frente a la chimenea, del regreso a la calma, pero sobre todo, es cuando los ibicencos —oriundos y adoptivos— salimos de viaje. Es el tiempo idóneo para descubrir el mundo, ideal para desconectar y para reencontrarnos con nosotros mismos. Hoy en día los eivissencs son más cosmopolitas que sus antepasados. El viaje es una actividad tan cotidiana como lo es, por ejemplo, ir a desayunar en un bar o salir de compras.

Si en una gran ciudad uno se desplaza normalmente en taxi, metro, autobús o vehículo propio, en una isla como Eivissa un barco o un avión son muy utilizados como medios de transporte. Más incluso que un bus o un taxi. Lo que hay que tener en cuenta es que, sin importar cuán lejano sea el lugar o cuán larga su duración, un ibicenco siempre regresa. O para hacer aún más preciso y certero el refrán: “un ibicenco no se va jamás”. El lazo afectivo y emocional es imposible de romper una vez que este se ha formado. El tiempo no hace más que fortalecerlo. Solamente nos vamos del todo cuando el cuerpo, la cabeza y el corazón deciden por unanimidad abandonar un lugar. No conozco a ningún ibicenco que lo haya hecho. Y no creo que solo sea por el amor a su tierra, sino más bien por devoción y necesidad del mar.

 

Ciertamente, una isla puede permitirse el lujo de darle la espalda a un continente, pero nunca al mar. Es ella quien la concibe y la define. En el caso de Eivissa, esta unión es indivisible. Irreversible. Inmanente…

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Fotografía: Reinhard Huamán ©

Un día en Tokio
Por: Rosmeliz Alva

Son las 6 de la mañana y el sol deslumbra mi habitación. ¡Cómo extraño las persianas! Así comienza este día del 2017 en el país del sol naciente y mis ojos lo sienten. Para desayunar, ya no tengo ni pan ni mermelada ni jamón. Uno de los principios de instalarse en otro país, nuevamente, tengo que adaptar mis hábitos. Hay “natto”  なっとう y pescado ¿Qué es natto? Es soja fermentada, genial para la digestión, para la piel y para todo un poco. Huele a queso y  tiene una consistencia babosa. Sabe mejor que su aspecto y mejor si se acompaña con un poco de arroz caliente con salmón. Son pocos los extranjeros que aprecian este alimento, e incluso no fue tan famoso en la zona de Osaka de donde proviene. Este año se anunciaba con muchos lenguajes a descifrar. 

一El lenguaje

Ya son las 9 am, tengo que apresurarme para tomar el metro. Aquí, he aprendido a calcular un tiempo extra para descifrar los paneles del metro, la mayoría en kanji y uno que otro en inglés (Exit). He llegado acostumbrarme, empiezo a comprender uno u otro. A veces les tomo fotos y busco uno nuevo o inusual, es mi versión de Pokemon Go, Kanji Go. No me ayuda totalmente, me sigo perdiendo en algunas estaciones. El traductor se ha vuelto mi compañero de viaje. He aprendido ciertos códigos sociales, aunque no siempre es lógico y mi espíritu va contracorriente. Activar el mimetismo para sobrevivir. 

Algunas palabras mágicas: Sumimasen すみません fue una de las primeras palabras divinas que me permitió desenvolverme en el metro para pedir permiso y poder salir del fondo de los vagones. Esta palabrita, se escucha por todos lados e incluso va a acompañado de gomenasai, disculpe oごめんなさい. A veces me desespera que los japoneses se disculpen por TODO y otras, siento que no lo hacen lo suficiente cuando te empujan en el metro. 

Otra palabra, es arigato gozaimasu, muchas gracias ありがとございますpermite agradecer si pides información, pero no se debe utilizar con ningún vendedor o en ninguna tienda. Para no quedarme con la ganas les digo en inglés  Thanks you. 

Los japoneses saben cómo elogiar al cliente con la siguiente frase Irasshaimase  いらっしゃいませ, ¡Bienvenido! expresión de acogida que muchas veces me rompe los tímpanos y me desespera cada vez que entro a una tienda, pero bueno ya sé que es una manera comercial de acoger a la clientela y ya sé que las japonesas pueden gritar muy fuerte. ¿Quizás se entrenan en los karaokes?

Unos salvos conductos: Tratar de caminar a la izquierda, no es una regla por excelencia, pero me ayudó a comprender porque la gente no se cruza en el pase de Shibuya 渋谷区. La primera vez que cruce esta avenida, ya estaba lista para preparar mis maletas y regresar a Francia; no podía pasar sin golpear a alguien, luego comprendí el truco.

Buscar los paneles para fumar, esto puede alterar los nervios si eres fumador compulsivo y al acompañante. No comer caminando, no lo encuentro inusual, al contrario, es un factor para ver la mayoría de las calles limpias. No sonarse la nariz, peor pesadilla al estar en el metro y escuchar el sonido de la mucosidad queriendo explotar en las fosas nasales y esto no lo soporto. Al final, se puede ver en las estaciones de metro y en las calles que ninguna regla es absoluta, en especial las dos últimas ¡Felizmente! 

¿Qué hora es? Es momento decoger los pinceles. He comenzado a practicar la caligrafía japonesa o shodō, un poco en  katakana カタカナ hiragana ひらがな o  kanji 漢字. La profesora Takako es muy amable, no habla ninguna palabra de inglés. Felizmente, Yuriko-san está allí y me ayuda con la traducción. Me siento por un momento como un director de orquesta en el papel o hanshi 半紙. Como notas de Debussy, la tinta negra muestra sus gamas en cada pincelada. ¡Hay un orden a seguir! ¡Sí! ¡Siempre hay un orden en esta isla! … Para realizar el shodō 書道: la pose de los brazos en forma Ha ハ, el pincel vertical, movimientos suaves y precisos, de izquierda a derecha, y de arriba hacia abajo. Hay ocho movimientos y solo un kanji que los posee, el del infinito 永, Ei o エイ. 

Bueno ya son las 13h, pasaré a algo más colorido. Antes, una parada en un convini o 7eleven para poder recargar energías sin perder mucho tiempo. Siempre calcular el tiempo, yo que llego tarde a todos lados, pero aquí tengo que ser más organizada, ni los quince minutos a la francesa ni menos a la peruana con “ya estoy en camino”.

 

El lenguaje de las flores o Ikebana 生け. Acto y palabra en un arreglo floral. Ikeru 生けるque implica viviente, hana 花 o はな que significa flor. Es decir, la flor viviente. Esta disciplina es suave como un pétalo, elegante como la sobriedad del agua; pero implica fuerza en las tijeras, observación y tranquilidad. El balance es importante entre la profundidad e identificar la cara de las flores y de las ramas. El conjunto de flores se instala en un kenzan  剣山, una pieza de plomo con varios aguijones de hierro, forma rectangular o circular. El kenzan irá adaptándose a la forma de los vasos como nuestras manos a las ramas. El ojo irá visualizando el equilibrio de las formas y colores. Voilà, le balance! O en mi caso algo por el estilo, nuevamente no sé cómo me comunico, esta profesora Takeda tampoco habla inglés. 

二 Otras rutas

La estación de Akihabara 秋葉原 es la estación de los amantes de los anime que pasan horas y a veces días, buscando la figurilla añorada al precio justo del bolsillo. Voy a buscar un café pero mejor a otro barrio. No quiero ir a un Maid Cafés en donde hay una infantilización de la mujer japonesa y es muy perturbador. El color rosa no es para mí y no quiero perder mis tímpanos. 

Son las 17 horas, ¿Y si me atrevo a pasar por Shinjuku 新宿沢? La estación más concurrida que he conocido, en donde un vagón es como el bolso de Hermione, mágico y profundo. No estoy con ánimos para trotar y perderme de nuevo, este video juego lo dejo para otro día y quizás algún día salga por la misma puerta. Mejor me voy a otro barrio menos caótico. 

Por unos meses viví cerca Shibuya 渋谷区 pude ver la locura de las cámaras desde dentro y fuera del metro, con la finalidad de capturar el momento del cruce peatonal. Este barrio es concurrido por los fans de la película Hachiko. Existe otro punto interesante menos acosado por las cámaras. Es el increíble mural The myth of tomorrow de Taro Okamoto. Colores y formas vibrantes en forma abstracta que reflejan la tragedia de la bomba atómica, recuerda el terror y la brevedad de la vida humana. 

Ya son las 19 horas, es la hora de cenar. Si seguimos a pie de Shibuya, se llega a la estación de Shimokitazawa下北沢. Este barrio me sorprende cada vez, es un ejemplo de cómo cambia constantemente la ciudad, no deja de moverse, parece que cada temblor hace que Tokio de un nuevo giro. 

Shimokitazawa es el barrio Vintage, de la moda y del arte, para mí es el barrio del mejor ramen. Ya me dio hambre, dejaré el café para otro día y me voy a cenar. Astucia si la cantidad no es suficiente y les queda aún caldo pueden pedir un poco más de fideos diciendo Kaedama onegaishimasu かえだま おねがいします, es decir, por favor, un segundo bolo de fideos. De imaginar que voy a cenar este ramen …. ¡Qué bueno estuvo! 

Ya son las 21h, ya es hora de regresar. Espero que los vagones no estén fatalmente llenos ya que la mayoría de pasajeros vienen desde Shinjuku, es decir, ahora se descubrirá el espacio infinito de la línea de metro Odakyu Line 小田急線. Felizmente todavía no llega el verano, pero ya se siente como una sauna. 

三 Dos lunas

En el tren, luego de una jornada intensa. Se observan distintos tipos de pasajeros. Algunos sentados leyendo, otros mirando el teléfono móvil o mirando arriba o abajo para evitar ver al vecino y aquellos que duermen tanto sentados como parados. Se terminó el día, ¿habrán sido cien por ciento eficaces? Algunos por la presión social, han tenido que sucumbir otra noche en el alcohol para luego llegar a la soledad de sus minis apartamentos.

El espíritu perfeccionista. Las ganas de seguir adelante pueden tener un extremo negativo y como cualquier extremo, las consecuencias no son siempre las anheladas. Cuando se pierde la pasión y el deber se vuelve sombrío, la palabra deshonor aparece y puede oscurecer la vida de toda una familia japonesa. Para los extranjeros o los gaijin 外人,  nos sorprende al ver este esfuerzo físico que pueden realizar los locales para tener una uniformidad y una buena imagen frente al deber. Esto y otros puntos, el extranjero siempre sigue siendo extranjero, perdido y aislado. Aunque estemos bajo el mismo cielo. Nosotros, los gaijin, vemos una luna y los japoneses ven otra. Quizás Haruki Murakami tenga razón, respecto a los littles peoples Ellos tejen una burbuja en nuestro imaginario, luego cuando explota, nos quedamos indefensos. ¿O hay una tercera luna que esconde otra realidad? 

Felizmente, no soy japonesa y solo me quedo un año.  Salvo el espíritu gambate がんばって: ¡ánimo tú puedes! ¡qué talentoso! ¡estás mejorando! El esfuerzo es parte del proceso de aprendizaje. Estas frases son tan entusiastas como la bienvenida al cliente, los japoneses saben cómo motivar, aunque siempre queda la duda de la sinceridad. Prefiero creer en la sinceridad del silencio como en Shodo o en Ikebana.

Me quedo con el sabor agridulce de la exquisita cultura japonesa. Ya saben que adaptarse no es tan simple como lo pintan. Esta vivencia llena mi viejo diario de viaje y mis ganas de seguir aprendiendo sobre este país. Ya es hora de dormir oyasuminasai お休みなさい.

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Fotografías: Rosmeliz Alva ©

Perderse en Ulsan, o el miedo a ser adulto.

Por: W. Julián Aldana

Irse implica dejar. Quien asume la ida deja a las personas, las cosas, las calles que enseñaron a caminar; deja la sombra y la luz de la ciudad que lo ha acogido. El que se va tiene una valentía diferente a la de quien se queda. Su espíritu se regocija en la aventura que está en el fabuloso “além” del portugués. El que se va corre el riesgo de ser extranjero, de ser el personaje siniestro de Kristeva, que despierta al nativo un breve miedo a la muerte. Cuando el que acostumbra a irse vuelve a su ciudad, la siente suya porque comprende que aunque estuvo lejos, nunca pudo irse porque nunca nadie se va del todo, porque “La ciudad irá en ti siempre”. Aquí Kavafis es sabio cuando afirma que quien se va, aunque no regrese revisita en la ciudad que habita las mismas calles, los mismos suburbios, la misma casa…

Esos andenes donde de niño jugué con los amigos, con menos peligro del delincuente; los suburbios donde me hice adolescente, enamoré y lloré desamores; las manzanas de casas en las que creí “hacerme hombre” por el fragor de la primera cópula; las calles que errabundé y en cuyas vitrinas me vi siendo el otro, el mismo, el mismo y el otro, dejando de ser eso para ser aquello que hoy soy a medias y no soy, eso que hoy soy y no seré mañana.

En esas calles bogotanas de un antaño ya a color, quizá mi primer lustro me ve todavía caminando por el centro de la mano de mi padre. Voy entonces con el luchador, contento y con la seguridad de su presencia.

 

Camino poniendo en práctica la ilación de letras que mi profesora Teresa me estaba enseñando. Arriesgo sonidos, confundo vocales, acierto en la RR y pronunció un claro “Cerveza del Barril”. Mi padre, que escucha mi parloteo infantil, celebra mi gracia con rostro contento. Yo, diminuto, me siento feliz porque voy con él y voy aprendiendo a leer.

 

Cuarenta años han pasado desde que caminé esas calles con un pantalón verde oscuro y zapaticos “de material”. Ahora trasego las calles de Ulsan y no abandono el ejercicio de leer los anuncios de la calle. A veces me detengo intentando comprender las letras del Han-gul. Esta vez voy de la mano de Laura y arriesgo sonidos, confundo vocales, acierto en la ㅎ y pronuncio con todos los errores posibles quizá, un울산 대학교 (Ulsan Dejakkiu - ulsan daehaggyu). Laura escucha mi parloteo, hace el suyo y juntos celebramos la lectura incierta del coreano con rostro contento. Yo, diminuto, me siento feliz porque estamos juntos en Corea y voy aprendiendo a leer Han-gul.

 

Y como es lógico, simplemente saber los sonidos de los caracteres coreanos sirve solamente en breves eventos comunicativos. En un restaurante que nos gusta mucho pedimos 김치, y ellos entienden nuestra pronunciación extranjera y nos llevan la sopa picante que nos gusta, pero mi cerebro automáticamente transforma esas letras de Han-gul en “kimchi”. Lo mismo me pasa con el 만두, con el 오뎅, con el 거피 y con las pocas palabras que digo en esta lengua. Después de algún proceso que imagino complejo, el cerebro recurre a los conocimientos ya almacenados y relaciona las imágenes mentales de esos alimentos con mandu, oden y café. Si bien mis labios pronuncian algo parecido a un 네 para afirmar o a un 안녕하세요 para saludar, yo sé que digo “ne” y “aniojaseióoo”; ni siquiera llego a la romanización del “annyeonghaseyo”. De modo que con Laura no corremos en el 대공원 si no en el Degon-uon (conocido en inglés como Ulsan Grand Park); tampoco cogemos el bus en 문수로, si no en Munso-ro.

Pero todo esto es poco cuando se trata de asuntos más complejos: preguntar dónde se coge el bus para volver a casa, pedir incienso para quemar en el cementerio por la muerte de la tía Inés, o comprar la crema para el herpes labial que ya se posó en mi labio superior aquí en Corea. “Lo complicado de lo simple”, canta Bunbury, y para mí no se trata de distinguirlo, si no de vivirlo.

 

Y por esas cosas del lenguaje, no resulta insulso pensar que un adulto como yo, de 45 años, de barba cerrada y cabeza rapada, de zapatos 39 y talla M, profesor de español para coreanos y con sueños frustrados de seguir su investigación en escatología, pueda perderse en una ciudad.

Ingenuidad, sin duda, por creer que tomar un bus es haberlos tomado todos. Ponernos, por ejemplo, una cita con Laura en Samsan-dong y obedecer a la guía de buses olvidada deliberadamente en mi oficina por el profesor de español anterior. Entonces salgo con todo el tiempo del mundo para llegar antes de las 7:00 pm. Decido tomar el primer bus que pase por Daejak-ro: 307, 401, 417 o 432; abordo el 307.

 

Me siento y saco mi libro de Crónicas marcianas, de Bradbury. Abordo la lectura cuando, muy a lo “Amontillado”, Stendahl empareda al inspector de Climas Morales, Garrett, pero cinco cuadras después noto que la ruta es diferente y el bus no gira por la primera a la izquierda del roundpoint sino por la tercera. Allí me exalto y abandono la lectura, cuando en Marte Usher está por caer una segunda vez. Lo más seguro es que este bus haga otra ruta y llegue a Samsan-dong por otro lado, pienso, pero pasan 20 minutos y nada; por la ventana veo que vamos pasando sobre el río Taehwa que está lejos del lugar al que debo llegar. Una última esperanza, que es miedo en realidad, me hace seguir en ese bus que poco a poco se va desocupando.

 

Aquí ya no dudo más, tomo la decisión de aceptar que tengo miedo; sé que si me viera desde afuera no vería al hombre de 45 años sin pelo y con barba. No me siento habitante de mis 65 kilos ni de mi 1,65 mts. Dudo de la experiencia con la que me he formado como individuo y que ante el mundo me muestra adulto.

Entonces veo en el reflejo de la ventana el rostro de un niño y recuerdo que muchas veces me he preguntado qué es ser adulto, qué se siente ser uno, cómo se come eso. Pero yo no sé qué es ser adulto y acepto mi miedo.

Miro los rostros de otros pasajeros y su orientalidad es rotunda. Escucho han-gul por toda parte y como no he comprado un chip de celular para usar en Corea, no puedo solucionar esto fácilmente con una consulta en internet. Observo rostros e ignoro si ven al adulto o al niño. Quiero preguntar si voy en la dirección correcta, pero unos estudiantes de colegio no escuchan mi tímido inglés y descienden alborozados. La última esperanza es una mujer joven que escucha música mientras observa por la ventana opuesta. Excuse me, do you speak English? Se quita los audífonos y por su gesto indago nuevamente: ¿Habla inglés? Sorry – corrijo – Do you speak English? I go to Samsan-dong. La mujer señala la dirección opuesta en la que avanzamos y su gesto me demuestra que lo pasamos hace mucho tiempo.

 

Nos bajamos en su paradero y con señas – ella comprendía inglés, pero no lo hablaba – me indica tomar nuevamente el 307 en sentido contrario. Eso hago. Pero 20 minutos después sigo sin llegar al lugar. Es ahí cuando el miedo del niño se alza sobre él: en un arrebato que jamás tuve en Transmilenio ni en ningún otro bus urbano del mundo, me levanto de la silla que ocupo y en voz alta Some body speak English? Los rostros de todas las edades saben comunicarme la ausencia de anglófonos. Por el miedo insisto con un I need to arrive to Samsan-dong, y como es de esperarse, nadie iba a aprender inglés en ese instante. Por algún enunciado del conductor llego frente a él y creo entenderle un Forty minutes, pero eso no tiene sentido, porque el paradero de la universidad donde tomé el bus, está a menos de ese tiempo. Nuevamente ocupo la primera silla cerca del conductor decidido a esperar.

 

Es sabido que emociones fuertes como el miedo nublan la razón. Quizá por eso cuando llego de nuevo a Daejak-ro no logro identificar hasta varias cuadras después esta calle ya conocida. Veo el Burguer King y el gigantesco Pez Globo de un restaurante por el que paso todos los días, pero no reconozco la calle ni el monumental edificio del Gimnasio de la Universidad en que trabajo. Sólo en ese momento caigo en la cuenta de que al tomar el mismo bus en que iba, sería probable llegar al paradero en que lo tomé. Y es justo ahí cuando el bus se detiene, muchas personas se bajan y yo, que venía mirando por la ventana, reconozco súbitamente la entrada principal de la Universidad; antes de que se cierre la puerta, me deslizo raudo entre las personas que quedan todavía en el bus y me veo nuevamente en la calle, en un lugar conocido: me siento por fin a salvo. Ya en la universidad entro a un baño y me deshago copiosamente en urea. Sólo cuando comienzo la micción comprendo que el líquido estaba saturando mi vejiga desde hacía rato. Evacuo: soy feliz.

El resto es simple, uno de los mensajes que le escribí a Laura en mi celular sin internet había logrado colarse por alguna red y así pude comunicarle que no sabía dónde estaba. Te espero, era su respuesta de 30 minutos atrás. Esta vez tomo el 401 y en 15 minutos llego al lugar de encuentro; una hora y veinte minutos después de lo acordado. Cuando nos vimos sonreímos, nos besamos y subimos al último piso del Hyundai Department, abordamos la Gran Rueda de Ulsan y vimos desde lo alto la ciudad llena de luces, de gente y de carros. Un espectáculo agradable al sur de Corea del Sur. No siento más miedo ese día, pero todavía de cuando en cuando, a pesar de mi barba cada vez más encanecida, sigo preguntándome qué es eso de ser adulto, sobre todo cuando voy por ahí y veo bajo mi cuerpo la sombra de un niño.

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Fotografías: W. Julian Aldana ©

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Dossier de Fotografía

Fotografías de Machina Anémica 2020-2021 de Leonel Castañeda

Presentación de Isabel Cristina Díaz M.

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Fotografía: Óscar Monsalve ©

En abril de 2021 tuve la oportunidad de ver la Bandera de plomo caída -Machina Anémica- en medio de una enorme sala del Espacio El Dorado, ninguna pieza la acompañaba. Eran días de incertidumbre y furia en Bogotá; la pandemia y el estallido social hacían que salir pareciera un desafío. Cuando por fin llegamos a la galería bajamos casi hasta un sótano, hacía frío. Leonel se adelantó a prender la luz. Frente a nosotros apareció una Bandera izada contra el piso que ondeaba a pesar de haber sido derribada. El brillo del color convencional fue reemplazado por un gris opaco con tonos rojizos producto de la oxidación. Cada ondulación en la superficie, moldeada en el plomo a mano, formaba fragmentos detenidos de un territorio visto, pero hasta ahora reconocido.

 

Caída, ondeante y muda, alrededor de esta bandera de plomo una ceremonia de duelo se instituía. Ese era el secreto en aquella sala de la cual ahora éramos testigos.

 

Esta es la segunda bandera en plomo que Leonel ha realizado. Existen diferencias fundamentales entre las dos banderas de plomo que Leonel Galeano ha trabajado que considero importante mencionar: la primera trata de las condiciones sociales del contexto histórico inmediato al que cada una responde, la segunda, consecuente con la anterior, tiene que ver con el efecto generado en quien la observa.

No tuve la oportunidad de ver instalada la Bandera de Plomo de 2016 en el Centro de Memoria Paz y Reconciliación, en cambio, la vi en 2018 en el marco de la exposición Souvenir Patriótico de nuevo en el patio de Espacio El Dorado. Verla dos años después del acontecimiento que determinó su producción condiciona necesariamente la respuesta que frente a esta se genera.

 

En el patio exterior de la galería, justo al lado de un contenedor esta bandera a media asta se aprecia rendida. A su alrededor nada enmarca simbólicamente su ubicación. Y aunque no fue producida para ocupar este lugar, lo cierto es que allí permanece, huérfana de un emplazamiento fijo. Una de las consecuencias palpables del desacuerdo político alrededor del Acuerdo de Paz firmado hace seis años en Colombia, es la desilusión social respecto de la capacidad de representación colectiva de las instituciones y el Estado. La no fijeza y escenificación de su ubicación tiene todo que ver con las condiciones sociales que conmemora: inestabilidad, inquietud, sospecha. Esta obra da cuenta del enorme riesgo que implica en este país cualquier proyecto que busque el acuerdo.

En septiembre del 2021 volví a ver la Bandera caída, ahora en el Museo de Antioquia, como parte de la curaduría de Camilo Castaño: Futuro Perfecto. Junto a ella se exhibía un monumento al prócer de las guerras de independencia del siglo XIX, Atanasio Girardot. La relación entre las dos banderas de metal: la de 1911 de Francisco Antonio Cano, y la de 2021 de Leonel Castañeda, propone un diálogo incómodo e imposible. Un mismo símbolo, distintos intereses. Verla en el marco de esta exposición no cambia el hecho de que, en mi mente, continua sola en medio de una enorme sala. Considero que la Bandera de plomo tiene el poder de fundar un lugar alrededor de sí misma. Uno en el que lo que se conmemora pertenece aún al régimen de lo anónimo e ilegítimo.

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Fotografía: Óscar Monsalve ©

Superficie abstracta

Poesía

"Estación vieja, enferma. De ella salen los trenes. De sus vientres salen como el viento, con feroces sonidos y preparativos. La Gare St. Lazare, que le dicen, rodeada de self-services y crêperies (panquequerías, en castizo). Luego hay árboles. No sé si los hay, creo que debe de haberlos. Pero he aquí que yo camino, poeta poetizante en medio de luces verdes y rojas."


Alejandra Pizarnik

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Poemas de Zayhro de San Vicente

 

Mudanza
Vacío y conquista

Inspirado en las pinturas y el libro: Trazo, materia y éxodo

(Patricia Tavera; 2021)

 

Con un morral a las espaldas.

—Música, libros, agua y un paño para limpiar los lentes—.

Paseando por avenidas de generales y poetas

y otros ilustres hidalgos que no conozco.

Bajando escaleras y bocas de estaciones,

hacia bancas de metal y cambios de línea.

Bajando suelos, plantas y subsuelos,

hasta donde permita la evocación:

Memorias de papayeras,

guateques, convites de guaro…

que suenan fuerte en el corazón

como redoblantes y clarinetes,

y “palmas por alegrías” con tacones soberbios,

al sentir, que quizás,

empiezo a conquistar las migraciones.

 

Con un morral a las espaldas.

—Colirios para el ojo seco,

estuches para las gafas, bolígrafos—.

Caminar de noche, aquí, un laberinto de tenues figuras

y nombres de calles sobre placas azules que veo borroso.

En mi ciudad,

inmóvil,

un vacío,

un abdomen contundido

incapaz de transitar por las calles hambrientas,

en donde los molares desportillados

cazan de noche —a veces, también de día—,

esperando encontrar otro pecho atravesado

por la mala suerte y los mazos mal barajados.

 

Con un morral a las espaldas.

—Audífonos, libros envueltos en plástico—.

Sonoridades, estruendos,

poemas ilustrados en las paredes de los vagones

y jóvenes emperifollados aferrados a las barras,

camino a hundirse en la noche.

 

Con un morral a las espaldas.

Llevo una bandera en el pecho

y otra en el horizonte…

 

RETORNO A CASA

MIENTRAS AÚN ES DE DÍA

trombon.jpg

Voy pasando —con cuidado—

sobre los huesos de mí mismo,

sobre estrabismos

y suelos de órbita aturdidos por la mudanza;

por la fractura se asomó un frailejón

que en dos días abrió la palma

y se marchó de la estera.

Me como la ciudad

como el desarraigo antes me comió a mí,

trivializándome en su estómago

como a Jonás en las tripas de la ballena.

Ahora, lleno de verbo y sal,

peatón del sueño,

sin zapatos, sin audífonos, sin nacionalidad.

Descalzo, urbano.

En cada muro un epígrafe,

una máxima de algún sabio común.

Recojo la pista de algún cacique, de algún chamán,

de alguna hipnosis que no recuerdo,

de algún tejido congelado pero todavía viable.

Recojo el papel con la dirección escrita a mano

de alguna cita que no me han puesto.

 

En la siesta vespertina el hombre renace.

Tarda algunas estaciones descubrirle el truco a la llave,

para abrir —sin pánico— hacia la derecha.

cultivé poemas violentos;

drenando así una búsqueda equívoca.

Brotó la pus

con los señalamientos de nácar,

después,

fueron visibles las gramíneas

de un cambio de tierra,

de un cambio de luces...

 

En Madrid suenan los trombones de Willie Colón,

chasquea el árbol del Joe Arroyo,

el piano de Sofrito ondula con fuerza nupcial...

fluye el agua del ‘Sembrador’ de San Agustín.

José Arcadio Buendía y García Lorca

se saludan tras la guerra.

Maderas que truenan

partiendo la noche,

en el pase de guardia

que le doy a mis hijos futuros

antes de marcharme a casa.

Las Ruinas de la Nostalgia de Donna Stonecipher.

Presentación, selección y traducción de Cristián Gómez O.

Donna Stonecipher (1969) es una de las poetas norteamericanas más importantes de su generación. Es Master of Fine Arts de la Universidad de Iowa, y PhD in English and Creative Writing de la Universidad de Georgia. Entre sus libros publicados se cuentan Souvenir de Constantinople (2007), The Cosmopolitan (2008), Model City (2015) y Transaction Histories (2018). The Cosmopolitan y Model City han sido traducidos al español por Cristián Gómez y publicados ambos por Ediciones Liliputienses (Cosmpolita, 2014 y Ciudad modelo, 2018). En el 2022, editorial Descontxt (Santiago, Chile) publicará Una vida nueva detrás de los andamios, la primera antología bilingüe de Stonecipher, también al cuidado del mismo traductor.

Su obra gira en torno a una cuidadosa meditación en torno a la vida en una sociedad post-industrial, donde los avances del Primer Mundo crean una representación fantasmagórica de los habitantes de esas ciudades (y de las ciudades mismas), que se repiten como un continuum de servicios acomodados a la uniformidad de los viajeros y su vida en los aeropuertos. La reificación de la experiencia transforma, por ejemplo, todas las casas que se habitan en hoteles o AirBnbs. El mundo urbano no es sino una sucesión de planos que se reemplazan los unos a los otros sin que exista la posibilidad de una identidad definitiva. Todas las ideologías son un sueño vivido en otra época, de la cual sólo podemos contemplar/añorar sus ruinas.

 

Traducir estos poemas es un ejercicio de refrenamiento. Al no tener que lidiar con piruetas y efectismos en el original, el o la traductor(a) de estos poemas debe entender que el cuidado del lenguaje se decide, en este caso, en una fidelidad por los ritmos de la repetición, la neutralidad del tono que no le quita sino matiza y dosifica las emociones, armonizándolas con ese paisaje urbano que el poema siempre está interrogando.

La decisión de dejar en alemán las muchas palabras de ese idioma que ocupa esta autora que vive en Berlín desde hace años, tiene que ver con el deseo de reproducir la extrañeza que los lectores en inglés eventualmente hayan experimentado, por una parte. Pero también guarda relación con el propósito de señalar un territorio, aun cuando sea a través de un signo lingüístico que no puede más que enfatizar, paradójicamente, el carácter fantasmal de ese territorio.

 

Pero traducir la poesía de Stonecipher también es una experiencia de conocimiento. El poema en prosa ha tenido suerte disímil en la poesía chilena. Adoptado esporádica y parcialmente por Enrique Lihn, por ejemplo, pero con destreza suma por un poeta como Ennio Moltedo, el que sin embargo corrió la suerte del casi total desconocimiento por parte de los lectores, la poesía en prosa no ha sido un ejercicio que en la poesía chilena se haya practicado con asiduidad. Habría que remontarse hasta Rosamel del Valle para encontrar otro autor que la haya visitado con frecuencia. Y, antes que él, Los gemidos, de Pablo de Rokha, esa olvidada cumbre publicada el mismo año que Trilce. En cualquier caso, lo que a uno le llama la atención en la poesía de Stonecipher es esa capacidad reflexiva que ofrecen sus poemas, sin adentrarse nunca en teorías ni academicismos. Es, como decíamos en un comienzo, una meditación sistemática, pero no exhaustiva, sobre el permanente extrañamiento, que no es óbice para ir acompañado de la sorpresa. Una especie de flaneur posmoderna, la hablante de los poemas de Stonecipher recrea la tradición del poema en prosa con una lucidez propia de quien es capaz no sólo de adherirse a una tradición literaria, sino de crear al mismo tiempo una absolutamente nueva.

The Ruins of Nostalgia 63

It was the last unrenovated building in Prenzlauer Berg, and all who came to inspect its weathering tiers fell (inwardly) to their knees in veneration. When she lay on her bed she could feel everything she’d used to look so ardently forward to fall behind her like old-growth redwoods thundering to the forest floor as the tree-huggers were escorted out of the woods in handcuffs on the back of a logging truck, supine like the lumber. Who in that primordial darkness would have feared the gentle two-by-four? Looking at all the smoothly serene façades to either side of the last unrenovated building in Prenzlauer Berg, she wanted to understand the ruinousness of renovation, she wanted to interpellate the romance of ruins, study it, take apart its ethics and its aesthetics and put it back together again with one segment of the egg-and-dart cornice upside down. She wanted the caryatids to crumple over. She wanted people to be decently housed, but she also wanted to cause irreparable damage to narratives of progress washing over the city with their pale blue saline reminiscence of forgetfulness. She wanted to hug the last unrenovated building in Prenzlauer Berg until she was led away by handcuffs. She wanted to hug everything she did not want to disappear that would disappear, until she was led away by handcuffs. She lay on her bed, staring, no longer astonished, into the ruins of nostalgia.

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Las ruinas de la nostalgia 63

Era el último edificio sin ser sometido a reparaciones en Prenzlauer Berg, y todo aquel que vino a inspeccionar sus desgastados niveles cayó (para sí mismo) y con veneración de rodillas. Cuando yace en su cama, ella podría sentir todo lo que ardorosamente solía esperar que cayera detrás de ella como provectas secuoyas tronando sobre el suelo del bosque mientras los que abrazan los árboles son sacados del bosque con las esposas puestas, arrojados en la parte de atrás de un camión forestal, en la misma posición supina que los troncos. ¿Quién, en esa oscuridad primordial, habría temido la gentileza de la madera de dos por cuatro pulgadas? Observando todas esas suaves serenas fachadas a cualquiera de los dos lados del último edificio que aún no ha sido sometido a reparaciones en Prenzlauer Berg, ella quiso entender la ruinosidad de la reparación, quiso interpelar el romance de las ruinas, estudiarlo, separar su ética de su estética y volver a juntarlas otra vez con un segmento de la cornisa de óvolos y dardos dada vuelta. Quería ver a las cariátides derrumbándose. Quería que todo el mundo lograra una casa decente, pero también quería causarle un daño irreparable a las narrativas del progreso tiñendo por completo la ciudad con su salina reminiscencia del olvido color azul pálido. Ella quería abrazar el último edificio que aún no había sido sometido a reparaciones en Prenzlauer Berg, hasta ser sacada de ahí con las esposas puestas. Quería abrazar todo aquello que no quería que desapareciera que iba a desaparecer, hasta que ella fuera sacada de ahí con las esposas puestas. Yace en su cama, mirando fijamente, ya sin ningún asombro, hacia las ruinas de la nostalgia.

The Ruins of Nostalgia 41

“There’s nothing more invisible than a memorial,” wrote Robert Musil, but really there’s nothing more invisible than history, which is only visible when you see it, which a memorial attempts (in vain) to make you do. But there is one thing more invisible than history: history that has been erased.

And there is one thing more invisible than erased history: traces of the erasure. And most invisible of all: the intention to erase history into invisibility. Invisible as glass enveloped by glass swallowed by glass nested inside glass absorbing glass. *

A burnt-orange socialist palace visible only in photographs and minds’ eyes is replaced by the reconstruction of an imperialist palace that for seventy years was visible only in photographs

and minds’ eyes, which had been replaced by the burnt-orange socialist palace. * Is the mind’s eye like the fly’s compound eye: compartmented, compartmentalizing, inscrutable, possibly voracious, keeping its multifarious intentions and devotions to

itself? * OK, nostalgia’s invisible, but the products of nostalgia are not invisible. How many palaces have been reconstructed, palaces dismantled, history books recalibrated, pasts erased, gardens refluffed into velleity on its fumes? Remembering is the only political act both radical and tedious. But never

invisible are the memorials mounted in the ruins of nostalgia.

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Las Ruinas de la Nostalgia 41

“No hay nada más invisible que un memorial,” escribió Robert Musil, pero en realidad no hay nada más invisible que la historia, que sólo es visible cuando la ves, lo que un memorial (en vano) intenta que hagas. Pero hay una cosa más que la historia: la historia que ha sido borrada.

Y hay una cosa más invisible que la historia borrada: trazos de la borradura. Y más invisible que todo: la intención de borrar la historia en la invisibilidad. Invisible como vidrio envuelto en vidrio tragado por vidrio anidado dentro de vidrio absorbiendo vidrio. * Un palacio socialista color naranja oscuro visible sólo en fotografías e imágenes mentales es reemplazado por la reconstrucción de un palacio imperialista que durante setenta años sólo fue visible en fotografías

e imágenes mentales, reemplazadas a su vez por el palacio socialista color naranja oscuro. * ¿La imagen mental es como el ojo compuesto de una mosca?: ¿compartimentado,compartimentalizando, inescrutable, posiblemente voraz, manteniendo sus variopintas intenciones y devociones para sí misma? * OK, la nostalgia es invisible, pero los productos de la nostalgia no son invisibles. ¿Cuántos palacios han

sido reconstruidos, cuántos desmantelados, libros de historia recalibrados, pasados borrados, jardines rejuvenecidos hacia la veleidad en sus vapores?

Recordar es el único acto político radical y tedioso al mismo tiempo. Pero nunca son invisibles los memoriales montados en las ruinas de la nostalgia.

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The Ruins of Nostalgia 31

It got harder and harder over the years to keep the ruin kept as a reminder of the horrors of war in its designated state of ruin.

With time, the ruin did what ruins do: kept further ruining. It is in this way that symbols resist what they symbolize. A jagged verdigris steeple bitten off by a bomb ruining down to the threshold beyond which the symbol turns into the opposite of a symbol—the thing itself. The bomb was the thing itself, presumably—the war was the thing itself (even though it was fought in theaters), but the bitten-off steeple was no longer the thing itself, and the church it somberly crowned was a symbolic church, to which flocked not the faithful but the ambivalent. But—is the opposite of a symbol the thing itself? Or does the thing itself inhabit the interior of the symbol like a ruin, a ruin kept ruined unto perpetuity, like a piece of amber in which is

embedded not the expected insect but the ruin of an insect, unexpectedly not immortal. As the decades passed, the jagged verdigris steeple bitten off by a bomb was regularly repaired but not rebuilt, reinforced but not reimagined, held but not healed.

The healing is regularly postponed in the ruins of nostalgia.

Las Ruinas de la Nostalgia 31

Con los años, se puso más y más difícil mantener esa ruina que

se había mantenido como un recordatorio de los horrores de la guerra en su estado designado de ruina. Pasado el tiempo, la ruina hizo lo que las ruinas hacen: arruinarse aún más. Es de este modo que los símbolos resisten lo que simbolizan. Un campanario verdigris y puntiagudo arrancado por una bomba, convertido en ruina hasta un punto en el cual el símbolo se convierte en lo opuesto de un símbolo—la cosa en sí. La bomba era la cosa en sí misma, presumiblemente—la guerra era la cosa en sí (a pesar de haber sido peleada en teatros), pero el campanario arrancado ya no era la cosa en sí misma, y la iglesia que sombríamente coronaba era una iglesia simbólica en torno a la cual se arremolinaban no los fieles sino los ambivalentes. Pero, ¿es la cosa en sí lo opuesto a un símbolo? O habita la cosa en sí misma el interior del símbolo como una ruina, una ruina que se mantiene arruinada a perpetuidad, como una pieza de ámbar en la cual está engastado no el esperado insecto sino la ruina de un insecto, inesperadamente no inmortal. Con el paso de las décadas, el campanario verdigris y puntiagudo arrancado por una bomba era a menudo reparado pero no reconstruido, reforzado pero no reimaginado, sanitizado pero no sanado.

La sanación es a menudo pospuesta en las ruinas de la nostalgia.

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Superficie abstracta

Ficción

"Una ciudad amable limpia el desastre que ha dejado el infierno”.

 

Gonçalo M. Tavares

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La reprensión que siento con los ascensores surgió en mí desde niño cuando íbamos con mi madre a un edificio de la antigua empresa de teléfonos de Bogotá. En este edificio trabajaba una tía política de mi madre, era ascensorista. Sé que para muchos esto parecerá una cosa extraña, pues cómo carajos es que contratan a alguien para manejar un ascensor, es casi ridículo, no tiene que acelerar, no tiene que cuidar de no salirse del carril, en fin, si esta persona no frena, no es posible que el ascensor siga ascendiendo hasta el cielo, en fin todas esas bobadas que la gente dice, es la que a mí me llenaba de admiración. A ver si logro explicarme. La primera vez que subí al ascensor me produjo una admiración enorme, era una cámara del espacio. Es decir, entrabas a una cámara y aparecías en otro espacio, era algo sorprendente, algún día funcionará así con el tiempo. La primera vez que subí al ascensor entramos en el primer piso, y salimos en el piso 12, leí el letrero que decía piso 12 y cuando pasé por la ventana y vi afuera la gente pequeña, allá en el primer piso me pareció un viaje maravilloso, como a una dimensión nueva.

 

Cuando volvimos al ascensor, yo miraba perplejo que estaba allí la tía política de mi madre y nos sonreía, con una sonrisa extraña, de una amabilidad propia de quien tiene sobre nosotros un poder enorme. Miré a mi madre y ella me sonrió también, pero me sonrió con ingenuidad, entonces en el colmo de la soberbia la señora me pellizcó las mejillas y me dijo, -¿De quién son esos huequitos?- Sé que lo había hecho porque yo había descubierto su poder. Mi madre no decía nada, solo sonreía, no se daba cuenta que aquella mujer nos tenía en sus manos. Y si no era así, por qué había ascensoristas, ellas, guardianes de las dimensiones.

Ascensor 

Por: Sandro Munévar

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Con su traje azul elegante, zapatos negros y el chalcito en sus piernas, girando esa palanca para hacer mover el ascensor y luego detenerse en el piso que se requería, y cuando alguien se bajaba en otro piso y entraba en esa otra dimensión, yo miraba con terror que la gente saliera tan confiada, sin saber si esta señora de sonrisa malévola iba a volver por ellos o si los iba a abandonar para siempre en esa dimensión de aparente normalidad. Estábamos en manos de las ascensoristas.

 

 

Ya en mi adolescencia tuve que ir al edificio aquel y estaba ella allí, tenía la misma sonrisa, aunque envejecida. Me dejó en el piso 12, hice la diligencia que tenía que hacer y cuando volvía se había descompuesto el ascensor, la tía de mi madre estaba de pie afuera. Me miró con su vestido azul, sus zapatos negros y me sonrió con cierta superioridad. Abrió la puerta del ascensor, pero la caja metálica no estaba allí, había un hueco con unos cables y unos rieles de metal que se extendían hacia abajo en la oscuridad, me sentí intimidado, como si estuviera viendo la desnudez desnuda del mundo. Entonces cerró la puerta nuevamente y ella me miró y sonrió con esa sonrisa tan suya, esa sonrisa de amabilidad maligna, yo recordé sus pellizcos en mis mejillas y la pregunta socarrona -¿De quién son esos huequitos?- No sonreí, simplemente esperé que solucionaran algo, entre tanto, fui a la ventana y observé la gente que allá en la dimensión del primer piso iba y venía, vendedores que vendían cositas. No advertí que alguien estaba a mi lado, hasta cuando dijo. -Hace dos semanas un tipo saltó desde esta ventana.- Yo me quedé helado cuando vi que ella estaba a mi lado, como una serpiente se había deslizado hasta mí. Yo la miré sin ocultar el terror.

Mi tía me miró y me dijo. -Algunos se desesperan.- Entonces los técnicos, que estaban reparando el ascensor, dijeron que ya estaba el aparato, ella me miró y dijo. -Vamos-. Yo la seguí sin objetar. Entré al ascensor y sentí que el tiempo se dilataba, que pasaban tiempos y tiempos y no se abría en el piso uno. Los números se iban iluminando uno a uno, con una luz amarillenta cansada, que iba disminuyendo de intensidad a medida que bajábamos hacia el primer piso, de tal manera que cuando llegamos, la luz no se encendió, aun así ella abrió la puerta y mirándome con una sonrisa enigmática me dijo. Es solo la luz que se descompuso. Dudé un momento, miré hacia afuera y no tuve otra opción que bajarme, empecé a caminar hacia la puerta del edificio y cuando llegué a la puerta y miré hacia el ascensor, estaban los del mantenimiento y las ascensoristas mirándome. Intenté volver para subir al ascensor, pero el jefe de seguridad me tomó del brazo y amablemente, pero con firmeza, me llevó afuera del edificio. Ya no hay servicio, dijo. Yo me quedé afuera mirando a la gente ir y venir en la tarde lluviosa de la falsa Bogotá gris en la cual había sido abandonado.

 

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Al día siguiente llegué muy temprano, llamé al ascensor, vi que los números se iluminaban a medida que bajaba y que todos los números se iluminaban con una luz amarilla, no cansada, incluso podría decir que la luz era nueva. Cuando llegó el ascensor y se abrió con total normalidad, esperé a que la gente saliera del ascensor y entré en él. El ascensor se cerró automáticamente y empezó a ascender, miré hacia el lugar en el cual debería estar ella y solo había un tablero de comandos. Entonces comprendí que no podría volver a mi verdadero mundo. Al borde del llanto y con gran dificultad para respirar vi cómo el ascensor subía pausadamente, no sabía hasta qué piso iba a llegar, no tenía idea de dónde me iba a dejar, entre qué personas y cosas falsas. Así que observaba cómo se iban iluminando uno a uno cada número con nueva luz amarilla, hasta que llegó al piso 12. Allí se abrió.

Yo no me quería bajar allí, así que con todo el terror del mundo oprimí el botón del primer piso, pero este se rompió en mi apuro y con el llanto que se me escapaba por ojos y 

 

 

boca salí al piso. Todos me miraban y cuchicheaban entre ellos señalándome. Se abrió la puerta de una oficina y de ella salieron los técnicos del ascensor. Ya en la total desesperación por volver a mi mundo corrí a la ventana y salté.

 

 

Porque Bob ya no está
Por: Juan Vitulli 

Cuando Jerry y Ed salen del cine de la Avenida Jefferson ya es de noche. Están un poco mareados por el contraste de la oscuridad de la sala y las luces del estacionamiento. Lo primero que hacen es buscar la figura de Nick. Él viene detrás y se demora al dejar la bandeja con dos vasos plásticos y una bolsa blanca de papel dentro de uno de los contenedores de basura. A Nick le molesta que el cesto tenga una pequeña puerta que él necesita empujar para deshacerse de lo que consumieron. No le parece un invento del todo saludable eso de tocar la basura que dejaron otros antes. Ed y Jerry se detienen en el borde de la calle para que Nick los alcance. Quieren saber si la película que vieron esta semana fue una buena elección. Nick, por supuesto, no posee ningún tipo de conocimiento cinematográfico, pero ellos tampoco esperan un análisis detallado de la película por la que pagaron 4 dólares con el descuento a jubilados. Un “fue bastante buena” o la frase “nada del otro mundo” son el tipo de intercambios que todos los lunes, desde hace años, los tres hombres escuchan como veredicto. A Jerry le gusta decir que ellos digieren películas, no las diseccionan. No recuerda haber terminado ninguna de estas noches en largas discusiones con sus dos compañeros. Ed sonríe cuando cuenta que no cree haber visto, en los últimos diez años, algún film ganador del Oscar. Si en el diario de Bishop un crítico alaba un estreno ellos de inmediato le bajan el pulgar y buscan películas que tengan apenas dos estrellas.

 

Jerry y Ed comenzaron este ritual de los lunes hace 45 años. Bob, el hermano de Jerry, también formaba parte del grupo. Pero Bob ya no está porque hace tiempo que está muerto.

Nick se sumó unos años más tarde por eso cuando está de buen humor habla de sí mismo como del principiante. Hoy no es una de esas noches. La película fue demasiado política para él.

 

Muchas columnas blancas de Washington y pocos autos a gran velocidad. Los tres coinciden que el tipo de films que más disfrutan tiene que incluir una persecución, escenas con disparos, un plan fallido para robar un banco, o el retorno de un soldado a su pueblo natal. También algo de beisbol. Pero no son solo esas las películas que el grupo de amigos ve. Como es contador, a Jerry le gustan los números y las listas. Calcula que entre los tres han visto más de 2000—desde “El Padrino” hasta la última resurrección de Jason y su máscara. A Ed esta última le pareció mala. Nick no dijo ni una palabra que es su forma de estar de acuerdo. Los tres se conocieron en la iglesia un domingo. Les parece natural que cada lunes a las 5:00 de la tarde se encuentren a cenar en el mismo restaurante griego. El lugar fue una sugerencia de Bob quien, según su hermano, era el más aventurero de todos ellos. Bob estuvo en la marina y viajó mucho, comenta Jerry cuando quiere explicar por qué los tres viejos que eligen la misma mesa desde hace más de 30 años jamás probaron un plato tradicional griego. Comen un bife jugoso con unas papas horneadas sin mucha sal. Ed confiesa que le atrae la ensalada de pepinos con el aderezo blanco pero la presencia del ajo le trae problemas con su esposa. Los tres están casados y regresan a sus casas apenas pasadas las 9:45 PM. Sus mujeres casi siempre duermen. Hay mañanas en que a Jerry su esposa le pregunta cómo estuvo la noche con sus amigos. Él explica el argumento de la película (“la hija de un ex agente de inteligencia es secuestrada en Europa y él viaja a rescatarla, termina matando a todos y ella sana”) o le cuenta que en tres semanas Nick viaja de nuevo a Florida a pasar el invierno. Ed y Jerry nunca le han dicho nada a Nick sobre esta costumbre, pero la desaprueban. Piensan que es el frío de Bishop lo que los mantiene unidos aun después de haber cruzado la barrera de los 70s. La longevidad del tiburón del Ártico, afirma Ed, se debe a su poder de adaptación a las bajas temperaturas del agua. Jerry sabe que su amigo sacó esa información de uno de los documentales preliminares a sus películas. Lo recuerda porque esa noche Ed durmió durante el film y aun cuando las luces de la sala estaban encendidas tardó unos minutos en despertarse. Jerry se sintió incómodo. Nick entiende que su viaje al Sur molesta por otra razón. Sus amigos envidian su buen manejo del dinero. Nick es el único de los tres que no necesita trabajar. Ed, por ejemplo, es celador en una escuela católica.

 

Le gustaría abandonar el puesto y poder dormir hasta más tarde en febrero pero el dinero le ayuda a pagar sus remedios y los de su esposa que cada mes necesita más. En las misas de los viernes se sienta en los bancos de atrás de la iglesia y se duerme. Una mañana tuvo una pesadilla y despertó gritando cuando el resto de la congregación permanecía en silencio. La directora le sugirió que viera un médico. A Jerry tampoco le gustan los médicos, pero una vez al año prepara la declaración de impuestos de la clínica de su yerno.

 

El dinero es una suma importante y Jerry lo gasta en cosas mucho menos necesarias que las de Ed. Su último proyecto fue instalar en su habitación un mingitorio idéntico al de los baños públicos para poder mear de pie. Su esposa no entiende por qué invirtió en esto cuando podía haber arreglado, por ejemplo, la puerta del garaje. Pero no lo pide explicaciones, solo sale al patio cada vez que Ed recibe una visita ofrece el tour de la casa con una parada en el baño para mostrar su idea. Cuando Nick no está, Ed y Jerry eligen las películas siguiendo la misma rutina aunque cambian algunos detalles. Buscan asientos en la misma fila dejando una butaca vacía entre ellos. Para ahorrar, traen de sus casas golosinas y agua disimulados en una bolsa de tela gris, y la dejan sobre el asiento vacío así cada uno puede servirse a su gusto. En esas tardes también ven producciones que, quizás, su amigo objetaría. Ed notó que la mirada de Jerry estaba más vidriosa que de costumbre cuando Marley, el perro de la película, murió.

La bolsa, por suerte, seguía manteniendo la distancia entre ellos.

 

Fuera del cine ahora los tres caminan hacia sus autos. Jerry sabe que pronto Ed no podrá manejar más de noche. Se saludan antes de separarse levantando la mano y sin mirarse a la cara. A veces, cuando está por salir del estacionamiento hacia la calle, Nick le hace señas con las luces delanteras de su auto a Jerry como un saludo final. No recuerda que su amigo alguna vez le haya devuelto el gesto.

Encuentro

Por: Gillian Esquivia-Cohen

Andábamos en camino al trabajo cuando vimos el árbol de la viuda. Desde que nos mudamos al sector, los ángulos severos y artríticos de la chicalá muerta sometían al diminuto jardín. A menudo nos preguntábamos por qué no la talarían. ¿Y si una tormenta la tumbara encima del techo de los viejos? Porque, en ese entonces, la viuda aún no era viuda, había perdido a su marido hacía solo un mes.

 

La mañana en que demoramos en camino al paradero del bus, notamos que el tronco y una rama estaban forrados en cuadrados de crochet: docenas de diferentes patrones de cuadrados de abuelita en un revoltijo de colores y diseños. Le da al árbol la apariencia de querer abrazarnos, dijiste, o de acusarnos, pensé yo. No pudimos decidir.

 

Al día siguiente, dos ramas más estaban envueltas, esta vez con vendas, dándole al árbol una pinta de paciente amputado, o de momia huérfana. Decidimos que la intervención de ayer evocó a una cobija mientras que la de hoy era una alusión a la medicina. ¿Era la viuda artista? No recordamos haber escuchado si alguna vez trabajó afuera de la casa, quizás esta era la primera oportunidad que tenía para expresarse, dije. O quizás se sentía sola, pensaste. Decidimos que en todo caso deberíamos pasar a tomar onces con ella una de estas tardes.

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Durante una semana, el árbol no presentó ningún cambio. Luego aparecieron las joyas: collares de perlas de plástico y cadenas de plata que captaban la luz matinal y la canalizaba por entre las ramas. Algunos de los collares y las pulseras colgaban desde bien arriba en la copa del árbol. Nos preocupamos por la viuda parándose en puntillas sobre el último escalón de la escalera de mano. La visitaríamos el domingo.

 

El sábado llegó la hija de la viuda con la nieta malhumorada. La adolescente ponía los ojos en blanco mientras ayudaba a su madre a colgar las luces eléctricas en el árbol para la noche de las velitas. El siete de diciembre, las tres mujeres se sentaron a tomar un canelazo en los escalones de la puerta de la casa. El árbol brillaba. Les deseamos una buena noche mientras caminábamos, tomados del brazo, rumbo al parque.

 

Después de que la hija y la nieta se fueron, comenzaron a aparecer botellas de vino empotradas en las puntas de las ramas, frutos estériles que rechinaban en el viento. Deberíamos visitarla, dijimos. Luego apareció una botella de aceite de oliva y decidimos que, al fin de cuentas, la viuda estaba bien. El sonido generado por las botellas era casi musical. De vez en cuando una corriente de aire ascendente encontraba el pico de una botella y la tocó como una flauta. Era una instalación, decidimos. Arte.

 

Luego vinieron las botas, los sombreros, un paraguas abierto y metido a un ángulo coqueto en el pico de la copa del árbol. ¿Los zapatos representaban todos los lugares que la viuda conoció, el paraguas todas las tormentas que soportó? El reloj de cocina, parado faltando quince para las nueve, era una clara alusión a la brevedad de la vida, pensamos, pero no logramos descifrar ni el tubo de aspirador ni la pantalla de lámpara. Resolvimos visitarla esa tarde pero luego hubo una tormenta de granizo y se inundó la Autopista Norte y no volvimos a casa hasta tarde.

El día después de la tormenta el paraguas no estaba. Varias de las ramas embotelladas yacían rotas al pie del árbol. La única adición era un escapulario, la Virgen en azul, el Niño en rosado, girando en la brisa.

Por fin timbramos el día después de que apareció una figura de Santa Lucía colgada de pie en una de las ramas inferiores. Miramos por la reja y creímos ver la cortina de la ventana moverse pero la viuda no salió. Yo quise timbrar otra vez, tu dijiste que la dejáramos en paz. Volvimos a casa

 

El último objeto que adornó el árbol era un espejo, un metro de alto y al menos la mitad de ancho montado en lo que sin duda era un marco pesado. La antigüedad estaba montada a un ángulo hacia el andén desde muy arriba en la copa del árbol. Cómo logró la viuda cargarla hacia tales alturas era un misterio. Nos paramos afuera de la reja de hierro y estudiamos nuestro retrato anidado en el árbol. Nos preguntamos qué significaría.

 

Una semana más tarde, la casa se puso en venta. La mañana antes de la muestra, el agente inmobiliario hizo cortar el árbol y mandó que los obreros se lo llevaran. Luego, pisando esquirlas del espejo, colocó sobre el tronco un matero de margaritas esperando, pensamos, atraer mariposas.

Superficie abstracta

Dossier de Poesía

"La poesía ha sido para mí un refugio que me aparta de la ciudad"

Nadia Escalante Andrade

(Yucatán, México, 1982)

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Fotografía:Ruben Díazⓒ

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Fotografía: Ale Cenⓒ

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Fotografía: Ruben Díazⓒ

Polis: ¿Es el espacio urbano decisivo para escribir poesía? ¿Lo ha sido en tu caso?

 

Nadia Escalante: Siempre he habitado en espacios urbanos y toda la poesía que he escrito ha sido en ellos. Sin embargo, no creo que sea decisivo, en mi caso. Podría decir, incluso, que a veces la poesía ha sido para mí un refugio que me aparta de la ciudad: escribir me ha permitido acceder a un remanso en el que el lenguaje y el ritmo citadinos se cuelan como un rumor lejano, pero que deja el espacio preciso para que otro ritmo y otro lenguaje se desenvuelvan. Este ritmo y este rumor lejano que se cuelan en la escritura también podrían ser los de una pequeña aldea, el bosque, el mar y el desierto. Debo decir, sin embargo, que he gozado las ciudades en las que he vivido, aunque me hayan abrumado en ocasiones. Las he necesitado para caminar, sobre todo, recorrerlas en derivas constantes para explorar sus diferentes ritmos y sentir de qué modo me integro o contrasto con ellos. También para conocer personas, descubrir lo que su ecosistema creativo produce.

¿Dónde sueles escribir? ¿Casa? ¿Calle? ¿Otro espacio?

En la casa, sobre todo. En la cama, el escritorio de mi estudio, la mesa del comedor, la mesa de la cocina. Me he habituado a ello y el espacio también: cerca de estos sitios específicos hay anotaciones, libros, recuerdos e intuiciones que quedan ahí en el aire y retomo cuando paso tiempo en ellos.

Mi familia, con el tiempo, también se ha acostumbrado a esta disposición de libros, cuadernos y notas por el espacio, que ha sido tema de negociaciones recurrentes, útiles además para bajarme a la tierra y ver mis hábitos con sentido del humor.Hace años, cuando vivía en departamentos muy pequeños o compartía el espacio con compañeras de casa, solía escribir sobre todo en cafés, después de desayunar, o por la tarde, antes de dar una caminata. Siempre he necesitado de cierto retiro para escribir. No así para reflexionar sobre la escritura.

 

¿Es la poesía experiencia, lenguaje o experiencia del lenguaje?

 

Creo que es la suma de los tres, y también imaginación, proyección y fantasía: imágenes cargadas de afecto, emoción. El lenguaje, junto con el silencio y el espacio en blanco, son la materialidad del poema (sí, considero al silencio una materia y no un vacío) que apresan, tal como en la metáfora de la pesca milagrosa de Clarice Lispector, aquello que no es palabra. En la escritura, todo lo anterior se asimila, además de otras cosas, nutriéndola y cargándola de sentido, más que de significado. Por eso el poema no puede reducirse a una explicación o paráfrasis, escapándose así de lo cuantitativo y lo utilitario. Quiero apuntar, no obstante, porque comencé esta respuesta recurriendo al concepto de la suma, que para mí también hay mucho de quitar en la escritura, de sustraer y hasta de destilar. Creo que esto lo entendemos todas las escritoras y escritores a la hora de escribir, editar y reescribir nuestros textos.

Qué poetas andas leyendo ahora? ¿A quién recomiendas?

 

Ahora me entusiasma mucho la obra de Denise Levertov porque en ella todo cabe y es contemplado con admiración y detalle, reconocido en su autenticidad y, a la vez, visto por un yo que se deja transformar por aquello que encuentra. También desde hace un par de años leo constantemente a Eunice Odio; primero porque escribí mi tesis de maestría sobre su libro Los elementos terrestres, donde estudié la configuración del deseo femenino y el erotismo terrenal, casi pagano, que lo caracteriza, y después porque he encontrado otros poemas que me sorprenden y conmueven. Es curioso, porque también hay muchos textos suyos que no me agradan. Tal vez por eso mismo la siento muy cercana, como una amistad a la que aprecias mucho y admiras, a pesar de que reconoces en ella facetas que te aburren y disgustan. Otra recomendación: leer a Circe Maia me ha enseñado mucho sobre la fuerza de la suavidad y la ternura.

 

¿Con qué poetas te gustaría tener una velada poética? ¿Por qué?

 

Si no existieran limitaciones espacio-temporales, invitaría a San Juan de la Cruz, Federico García Lorca y William Blake, a quienes he admirado sin pausa desde hace muchos años, para conversar con ellos sobre poesía mística y nuestros enamoramientos y arrobamientos, mientras damos un paseo por un huerto o el bosque antes o después de hacer una oración y compartir el silencio. A Rumi, Nezahualcóyotl, Denise Levertov e Hildegard von Bingen, a quienes he leído y admirado más recientemente, también les invitaría, así como a mis queridas amigas poetas Tania Carrera, Maricela Guerrero y Xitlalitl Rodríguez Mendoza, a quienes hace ya varios años que no he visto en persona.

Una lección de locura

 

El autobús que me lleva al trabajo cada tarde

pasa frente a la oficina de Registro Civil donde me casé.

Fue una boda sencilla

con un hombre al que había conocido tres meses antes

y al que desconocí un mes después

solo para descubrirlo otra vez desde el principio.

En algún punto de la ceremonia me sentí embriagada

y no de amor: la sensación de asomarme a un acantilado

mientras él tomaba mi mano izquierda

y los dos, de espaldas a todos,

nos lanzábamos hacia lo Desconocido.

Algo como la alegría

del vértigo

y la emoción

de dos exploradores

que avistan desde una montaña, entre las frondas,

el río caudaloso que desean navegar.

Hay que decir lo obvio: tras bajar de la montaña

dejó de verse el río: solo árboles. Árboles

y enormes rocas para divisar más árboles.

Hay que decir lo predecible: después de un tiempo

escuchamos otra vez el río.

En la escuela de Bellas Artes

—un conjunto de edificios y jardines art decó

que hace treinta años era el manicomio de la ciudad—

doy clases de poesía.

Una vuelta irónica.

Se camina en las habitaciones y jardines el viaje inverso:

procurar pequeñas, tenaces, dosis de locura.

Es necesario que enloquezca de verdad.

Es necesario aprender a desprenderse

de una vez por todas y aprender

a dejar de desprenderse y, sobre todo,

a dejar de escribir como si todavía no.

La antigua morgue del asilo es ahora biblioteca:

los libros son el lugar de las apariciones.

Antes de clase doy un paseo por la arboleda,

los senderos y remansos de bancas verde olivo:

es la hora en que los pájaros negros inician el estruendo

de imponer sus propias razones a los otros.

Pienso, de modo estadístico, en el matrimonio:

acaso una camisa de fuerza,

acaso una tardía rebelión adolescente,

acaso reconocer que somos más que uno solo

aunque sigamos siendo uno con el otro,

acaso una forma escolarizada de arte

promovida por el Estado.

El matrimonio: una forma regulada de locura.

 

En los árboles

los pájaros discuten sus propios argumentos.

Todavía no. ¿Entonces cuándo? “Es hora de que sea hora.

Es hora. Es hora de que al desasosiego le lata un corazón”,

dice el fantasma de Celan entre mis manos.

Y yo lo escucho.

Ladrón malo, ladrón bueno

 

Hay un extremo sobre el cual diré la verdad,

y es que voy a contar mentiras.

Luciano de Samosata

 

Robé una y otra vez y jamás me descubrieron:

pasitas, chocolates y tampones, baterías AA,

desodorantes; un anillo de plata

—se le desprendió el granate

y nunca más volví a lucirlo—,

un par de pantalones de mezclilla

—regresé al lugar del crimen

porque olvidé mis lentes—,

un libro de Rosario Castellanos

—regresé a pagarlo, fingiendo

haberlo llevado por descuido—,

una antología de Lȇdo Ivo mal traducida,

cuya lectura abandoné a la mitad.

Comía hamburguesas

sin pedir la cuenta nunca,

aconsejaba sobre asuntos

de los que no tenía la más remota idea.

Daba nombres y apellidos falsos

en la lavandería, las encuestas callejeras,

los boletos de autobús entre ciudades, 

inventaba historias para los taxistas

sobre pueblos que nunca había visitado

y les convencía de cambiar

a otras marcas de aceite inventadas por mí;

tenía novios similares en ciudades diferentes,

cuya semejanza me hacía fantasear

con que eran el mismo.

Pero cada noche, sin falta, al llegar a casa,

me desmaquillaba a conciencia,

lavaba los trastes mientras repasaba mi día

con la atención necesaria para no olvidar

ningún detalle de lo que sí ocurrió

ni falsear la historia en sus mínimos engaños

para poder contársela el fin de semana

a mi abuelo de noventa años

que me esperaba porque alguien más le daba aviso,

y ya no podía reconocerme.

Ginkgo biloba

 

A Daniel y Xavier, en Berlín

 

¿Será este árbol extraño algún ser vivo

que un día se dividiera en dos mitades?

¿O dos seres que tanto se comprendieron

que fundirse en un ser solo decidieron?

Goethe

 

En vez de tilo dijimos haya;

en vez de roble, castaño.

A los alerces, abetos y cipreses

llamamos pinos.

Vimos cuervos en las cornejas negras

y también las cenicientas.

Los abrigos negros de Berlín salían del metro

hacia el aroma del pan de especias y el vino

de los mercados de Navidad;

en Tiergarten recogimos hojas de ginkgo

—el ginkgo al que llamamos Ginkgo—

y cada quien guardó la suya.

La Historia, lo mismo que el olvido,

con sus desbordamientos de mayúsculas,

tiene por costumbre desarticular los nombres.

Caminamos entre las Stolpersteine,

las suturas de la ciudad y la Ostalgie.

Schnee von Gestern,

nieve de ayer, noticia vieja:

las historias se diluyen en la Historia,

pero en el subsuelo de esta ciudad

hay bombas que no explotan todavía.

Pasamos la puerta de Brandenburgo

como duele en la cicatriz

la herida antigua, la hendidura

de la hoja del ginkgo:

la ciudad que es una y doble.

Mudarse

El edificio donde viví los últimos siete años será derruido.

Lo anterior podría ser una metáfora,

y también que decidí marcharme

antes de saber de su demolición,

pero es demasiado pronto para sacar conclusiones

como agujas de un pajar.

Un día antes de partir intenté escribir un poema

sobre marcharse de una casa, pero todo terminó en rodeos

de una sola premisa insustancial: es imposible

decir algo entre cajas de mudanza y bolsas de basura.

Nadie sabe lo que tiene

hasta que llega el momento de mudarse,

nadie sabe quién es mientras examina los residuos en frascos

y botellas, cajas, el remanente del baño y la cocina, y encuentra

recibos olvidados, boletos para el cine que, por alguna razón,

debían habitar la casa y perecer antes que abandonarla.

Otro corolario del poema fallido: el deseo.

Fracasar en la escritura para no perderlo.

Fracasar para seguir mudándonos:

las escrituras de una casa son lo mismo que un estilo

que imagina la supervivencia en un mismo espacio:

pagar el impuesto predial para intentar la permanencia,

la seguridad de una propiedad privada.

Escribir es construirse una casa una vez y otra.

Una casa. Compartirla con alguien

que abrirá las mismas puertas. Y así nos movemos

como caracoles de lenguaje a casas con patio,

edificios con ventanas siempre abiertas a los gritos

y las peleas de los vecinos, a sus silencios que

florecen en macetas cada vez más pequeñitas

porque siempre hay que hablar y decirlo todo

(así son, así somos).

Y así mandaron una carta para recoger firmas

contra la regulación del silencio de quienes viven solos.

Entonces anunciaron: el edificio será derruido.

El edificio será de ruido.

Me fui tan lejos que no escuché caer los muros.

La luz de las tres de la tarde lo edificaría de nuevo

en el vacío de su destrucción: su fantasma de luz

en los vidrios de un edificio de oficinas de lujo.

Pero eso qué importa cuando nos llevamos el deseo

a otra parte, envuelto entre cobijas para que no se rompa,

y también el miedo a los objetos pequeños,

a sus bordes: una piedra verdosa de la selva,

un boleto de avión, restos afilados de paciencia,

los mapas de los libros, todo lo que nos lleve a otro lugar.

Nos mudamos a un edificio donde la luz llega

a las tres de la tarde a enseñarnos geometría

y poesía mística, y nos quedamos quietos

mientras la inmensidad se va poniendo húmeda

y necesitamos calcetines

para caminar sobre este suelo demasiado metafísico.

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